Por: VÃctor
Montoya
Cuentan
que el Lari-Lari, cuya apariencia era similar a la de los animales fabulosos,
tenÃa alas de cuervo, cabeza de gato montés, colmillos de leopardo, cola de
lagarto y patas terminadas en pezuñas de macho cabrÃo. Su tamaño era superior
al de un felino salvaje y su olfato, más desarrollado que el de un perro
policial, le permitÃa olor a la distancia a un niño recién nacido.
No
se lo veÃa de dÃa, excepto cuando se daba un eclipse de sol. Sin embargo,
apenas caÃa el velo de la noche, salÃa de su guarida, desplegaba sus alas y
volaba hasta cualquier pueblo del norte de PotosÃ, donde podÃa atrapar a los
niños de pecho, que eran sus presas preferidas. La gente se percataba de su
presencia cuando escuchaba sus pisadas en el techo, acompañadas de unos
extraños rugidos que hacÃan estremecerse de miedo.
El
Lari-Lari detenÃa su vuelo rasante sobre una vivienda, desde donde acechaba a
los niños que todavÃa no habÃan sido bautizados, porque los más grandes, que
habÃan recibido el agua bendita en la pileta bautismal, le causaban mareos,
vómitos y dolores en todo el cuerpo.
Algunas
veces, caminaba de techo en techo, dando saltos como un canguro o zapateando
igual que un gallo, hasta que, de pronto, se detenÃa atraÃdo por el olor de un
niño que tenÃa pocos dÃas de nacido. Si éste estaba solo, aprovechaba la
ausencia de su madre para bajar del techo y meterse en la habitación. Luego se
acercaba sigilosamente hacia su presa y tarareaba canciones de cuna, con una
voz dulce y armoniosa, muy parecida a la voz celestial de los ángeles.
Una
vez que el niño se quedaba dormido, con el mismo placer que sentÃa al ser
arrullado entre los cálidos brazos de su madre, el Lari-Lari hincaba sus
afilados colmillos en la faja y, sin que nadie lo notara, se lo llevaba volando
por encima de los techos, como un viento que llega, se va y se pierde.
AsÃ
hizo muchas veces, hasta que una noche, en que dejó sus patas marcadas en los
techos, como si hubiesen sido estampadas con hierro candente, se detuvo en una
de las viviendas, donde detectó a una preciosa niña, que estaba solo, envuelta
en un aguayo y recostada sobre un camastro hecho con cueros de cabra.
El
Lari-Lari, seguro que tenÃa a su presa entre ceja y ceja, se relamió la boca
con su lengua viperina y saltó del techo para meterse en la habitación, pero
tuvo tan mala suerte que, como empujado por un soplo divino, cayó sobre un
cuerno de toro empotrado encima de la puerta, donde quedó ensartado y
balanceándose como el péndulo de un reloj de pared.
Los
padres de la niña y los vecinos, al escuchar los alaridos de dolor del Lari-Lari,
aparecieron con palos, cuchillos, antorchas y cartuchos de dinamita, decididos
a acabar con la vida del animal inmundo, que se robaba a los niños para
comérselos huesos y todo.
Cuando
los vecinos lo vieron ensartado en el cuerno de toro, que el padre de la niña
empotró a manera de adorno en la fachada, entre la puerta de madera y el techo
de calamina, el Lari-Lari actuó con la misma astucia de siempre, al saberse que
estaba en peligro; agitó la cola, las orejas y se puso a llorar como una
criatura de pecho.
Los
vecinos, que en un principio estaban decididos a lincharlo en el acto, sin mayores
preámbulos ni contemplaciones, se detuvieron a cierta distancia hipnotizados
por la mirada del Lari-Lari, en cuyos rasgados ojos se prendió una lumbre
parecida al de los diablos.
Ese
fue el instante que aprovechó para zafarse y escapar con la agilidad de un gato
de siete vidas. Los padres de la niña y los vecinos que acudieron al lugar,
armados con lo que tenÃan a mano, no pudieron hacer nada, salvo contemplar cómo
ese esperpento de la naturaleza, luego de echar escupitajos contra los cuernos,
se dio a la fuga delante de sus ojos.
Aunque
el Lari-Lari se salvó de ser linchado, los pobladores del norte de PotosÃ, que
durante años vivieron atemorizados por su inesperada y dañina presencia,
aprendieron la lección de que el mejor amuleto para espantarlo eran los cuernos
de toro, por eso los vecinos pusieron cuernos en el techo de sus viviendas, convencidos
de que el Lari-Lari las temÃa como el demonio le teme al crucifijo.
Desde
entonces, la calma volvió a reinar en los pueblos del altiplano, las madres
dejaron de preocuparse por sus hijos recién nacidos y los vecinos no volvieron a
saber nada del Lari-Lari, un monstruo maligno que, de no estar muerto, debe
seguir todavÃa causando estragos en otros pueblos, donde las viviendas no
tienen cuernos en el techo.
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